Nació en Irapuato, México, en 1986. Fue apostólico e hizo su primera profesión de votos a los 18 años en Monterrey. Estudió la licenciatura en filosofía y el bachillerato en teología en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Trabajó en el ECYD en Mérida donde también fue instructor de formación del Colegio Cumbres. Y entre 2011 y 2016 colaboró en el área de apostolado de la dirección general de los Legionarios de Cristo en Roma.
A continuación puedes leer su testimonio, pero si quieres leer las historias de otros legionarios y más información de la celebración del próximo día 10, entra en la web de las ordenaciones.
Soy Javier Delgado, LC. Nací en Irapuato, México, en 1986. Entré a la apostólica –el seminario menor de la Legión– a los 12 años, en León. Hoy en día veo niños de esa edad y me pregunto realmente cómo fueron capaces mis padres de darme permiso para irme de casa a tan pequeño. Doy gracias a Dios por la fe de mis padres que supieron dejarme salir de casa tras la llamada de Cristo.
¿Cómo se dio esta llamada? Con toda sencillez. Entre los 7 u 8 años, típica edad en la que los adultos preguntan a los niños qué quieren ser de grandes, me di cuenta que me importaba poco qué iba a ser de grande, me atraían muchas cosas. Sin embargo, una cosa tenía clara, hiciera lo que hiciera, quería dedicarme a dar a Cristo a los demás.
Cuando el Papa Francisco recuerda su infancia suele hablar de su abuela. Yo le debo mi vocación también, en parte, a mis abuelos. Cuando era pequeño me atraía mucho lo que ellos hacían. Me entusiasmaba que, en medio de sus quehaceres habituales, dedicaran gran parte de su tiempo a dar catecismo a los niños, a organizar la Hora Santa en mi Colegio, a llevarnos a los nietos a misiones. Fue en unas misiones con ellos cuando por primera vez me tocó dar una catequesis a niños y organizarles juegos. Recuerdo el gozo interior que el Señor me permitió sentir al final de ese día, el gozo de haber hablado de Jesús.
Dar a Cristo a los demás
¿Cómo se dio esta llamada? Con toda sencillez. Entre los 7 u 8 años, típica edad en la que los adultos preguntan a los niños qué quieren ser de grandes, me di cuenta que me importaba poco qué iba a ser de grande, me atraían muchas cosas. Sin embargo, una cosa tenía clara, hiciera lo que hiciera, quería dedicarme a dar a Cristo a los demás.
Cuando el Papa Francisco recuerda su infancia suele hablar de su abuela. Yo le debo mi vocación también, en parte, a mis abuelos. Cuando era pequeño me atraía mucho lo que ellos hacían. Me entusiasmaba que, en medio de sus quehaceres habituales, dedicaran gran parte de su tiempo a dar catecismo a los niños, a organizar la Hora Santa en mi Colegio, a llevarnos a los nietos a misiones. Fue en unas misiones con ellos cuando por primera vez me tocó dar una catequesis a niños y organizarles juegos. Recuerdo el gozo interior que el Señor me permitió sentir al final de ese día, el gozo de haber hablado de Jesús.
Esto que me atraía de mis abuelos lo encontré plenamente en el ECYD. A los 10 años entré con mis amigos al Club Faro. Veía en mi responsable del ECYD lo que yo quería ser. Y no sólo por sus cualidades humanas, sino sobre todo porque nos explicaba el Evangelio de manera convincente, aterrizada y atractiva. Si me preguntaba a mí mismo qué quería ser, respondía: ser responsable del ECYD.
De alguna manera Dios ya había sembrado la semilla de mi vocación en esos años. No pensaba en ser sacerdote sino en ser responsable del ECYD, pero en marzo de 1998 en mi retiro de incorporación al ECYD el Señor se encargó de hacerme ver lo que Él quería. El retiro lo predicó el P. Eugenio Martín. Recuerdo el momento en el que, oyéndolo predicar de Cristo, sentí en mi interior la llamada de Dios a ser Legionario. Sentí que tenía que dedicar toda mi vida a predicar a Cristo como ese sacerdote. Sentí que Dios me decía, como empujándome, que me quería así. Ese día en la noche me confesé y le dije al padre que sentía que Dios quería que fuera Legionario de Cristo. Recuerdo que en la acción de gracias después de la comunión del día de mi incorporación me quedé mirando largo rato el Cristo crucificado de la capilla donde estábamos. Fue cuestión de pocas semanas para que todo quedara arreglado. Para mí fue algo muy sencillo y es aquí donde vuelvo a recordar la fe de mis padres que en ningún momento me cuestionaron sino que me creyeron y me apoyaron. Ese verano de 1998 entré a la apostólica de León.
De mis años como apostólico recuerdo con especial cariño y ternura a la Santísima Virgen, mi madre que en todo mi camino de formación me ha acompañado y sostenido con su presencia siempre humilde y discreta. Los formadores en la apostólica nos invitaban continuamente a visitarla en la gruta de los jardines. Poco a poco, en esas visitas aprendí a refugiarme en María. Esta cercanía con María se acrecentó de manera especial cuando a los 14 años me pidieron ir a la fundación de la apostólica de Venezuela. Fueron años difíciles, de purificación de mis intenciones en el seguimiento de Cristo. Al inicio veía la fundación de Barquisimeto como una aventura y con cierto idealismo adolescente. Sin embargo, una vez allí y con el pasar del tiempo, me fui quedando cada vez más con lo esencial de mi vocación: Cristo. Recuerdo que algunas noches me iba a rezar y a llorar a los pies de un cuadro de la Virgen de Guadalupe que teníamos en la apostólica. Le pedía que me cubriera con su manto, lo que aprendí de mi madre que al darme la bendición siempre me decía: “Que Dios te bendiga y te haga un santo, y que la Santísima Virgen te cubra con su manto azul lleno de estrellas”.
Antes de entrar al noviciado tuve una fuerte crisis. El verano antes de entrar estuve casi un mes en mi casa pues llevaba casi un año sin ver a mi familia por estar en Venezuela. En ese período de verano se me enfrió el corazón por abandonar la oración. A pocos días de terminar la visita familiar hablé con mi padre y le dije que estaba pensando no volver al seminario. Recuerdo que me recomendó no tomar la decisión de dejar la Legión sin volver a la apostólica y hablar con mi superior exponiéndole los motivos. Volví a la apostólica con mi crisis y esos meses fueron una lucha en la oración y en la dirección espiritual. Aprendí en esos momentos aquello que dice San Ignacio en sus ejercicios, que los momentos de turbación y tentación no son adecuados para tomar decisiones. Esta lección me ha acompañado por toda mi vida pues uno pasa por momentos en los que la sensibilidad le traiciona, también la racionalidad, y la solución no está en dejarse llevar por lo que siento o pienso, pues más cierto que todo ello es la fidelidad de Dios.
De alguna manera Dios ya había sembrado la semilla de mi vocación en esos años. No pensaba en ser sacerdote sino en ser responsable del ECYD, pero en marzo de 1998 en mi retiro de incorporación al ECYD el Señor se encargó de hacerme ver lo que Él quería. El retiro lo predicó el P. Eugenio Martín. Recuerdo el momento en el que, oyéndolo predicar de Cristo, sentí en mi interior la llamada de Dios a ser Legionario. Sentí que tenía que dedicar toda mi vida a predicar a Cristo como ese sacerdote. Sentí que Dios me decía, como empujándome, que me quería así. Ese día en la noche me confesé y le dije al padre que sentía que Dios quería que fuera Legionario de Cristo. Recuerdo que en la acción de gracias después de la comunión del día de mi incorporación me quedé mirando largo rato el Cristo crucificado de la capilla donde estábamos. Fue cuestión de pocas semanas para que todo quedara arreglado. Para mí fue algo muy sencillo y es aquí donde vuelvo a recordar la fe de mis padres que en ningún momento me cuestionaron sino que me creyeron y me apoyaron. Ese verano de 1998 entré a la apostólica de León.
De mis años como apostólico recuerdo con especial cariño y ternura a la Santísima Virgen, mi madre que en todo mi camino de formación me ha acompañado y sostenido con su presencia siempre humilde y discreta. Los formadores en la apostólica nos invitaban continuamente a visitarla en la gruta de los jardines. Poco a poco, en esas visitas aprendí a refugiarme en María. Esta cercanía con María se acrecentó de manera especial cuando a los 14 años me pidieron ir a la fundación de la apostólica de Venezuela. Fueron años difíciles, de purificación de mis intenciones en el seguimiento de Cristo. Al inicio veía la fundación de Barquisimeto como una aventura y con cierto idealismo adolescente. Sin embargo, una vez allí y con el pasar del tiempo, me fui quedando cada vez más con lo esencial de mi vocación: Cristo. Recuerdo que algunas noches me iba a rezar y a llorar a los pies de un cuadro de la Virgen de Guadalupe que teníamos en la apostólica. Le pedía que me cubriera con su manto, lo que aprendí de mi madre que al darme la bendición siempre me decía: “Que Dios te bendiga y te haga un santo, y que la Santísima Virgen te cubra con su manto azul lleno de estrellas”.
Antes de entrar al noviciado tuve una fuerte crisis. El verano antes de entrar estuve casi un mes en mi casa pues llevaba casi un año sin ver a mi familia por estar en Venezuela. En ese período de verano se me enfrió el corazón por abandonar la oración. A pocos días de terminar la visita familiar hablé con mi padre y le dije que estaba pensando no volver al seminario. Recuerdo que me recomendó no tomar la decisión de dejar la Legión sin volver a la apostólica y hablar con mi superior exponiéndole los motivos. Volví a la apostólica con mi crisis y esos meses fueron una lucha en la oración y en la dirección espiritual. Aprendí en esos momentos aquello que dice San Ignacio en sus ejercicios, que los momentos de turbación y tentación no son adecuados para tomar decisiones. Esta lección me ha acompañado por toda mi vida pues uno pasa por momentos en los que la sensibilidad le traiciona, también la racionalidad, y la solución no está en dejarse llevar por lo que siento o pienso, pues más cierto que todo ello es la fidelidad de Dios.
Del noviciado recuerdo un momento especial de gracias en mi segundo año, poco antes de la profesión. Ese día había ido a visitar a la familia de un chico que quería entrar a la apostólica. Al terminar de cenar el sacerdote con el que iba se levantó de la mesa junto con los padres de familia del chico para hablar a solas. Yo me quedé a la mesa con el chico y sus dos hermanas, las dos de mi edad. Una de ellas comenzó a interrogarme sobre mi vocación y a decir que, si salía de la Legión, seguramente encontraba novia rápido, que ella sería la primera. La otra la paró en seco, gracias a Dios. Ese día en la noche llegué al Sagrario con muchos interrogantes, sobre todo, con el corazón removido. Me di cuenta de que fuera de la Legión y del sacerdocio la opción de formar una familia era real. Le dije al Señor que, si quería que yo fuera feliz; y que, si era omnipotente, por qué no cambiaba sus planes sobre mí, en vez de tener que yo cambiar los míos por los suyos. Sentí en mi interior que me respondía: Javier, si quieres yo cambio mis planes por los tuyos, pero si lo que quieres es ser feliz, he pensado para ti el sacerdocio en la Legión. Lo que yo quiero, aunque te cueste, es el camino verdadero de tu felicidad. Esa noche la recuerdo como un pequeño Getsemaní pues aprendí a decir con Cristo: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26,39).
El período de formación de las prácticas apostólicas lo hice en Mérida, Yucatán, con los chicos del ECYD. Regresar al ECYD fue uno de los regalos más grandes que he recibido, fue respirar de nuevo el aire del inicio de mi vocación. Recuerdo mis primeras Megamisiones en un pueblo entre Campeche y Yucatán llamado Paraíso. Era la misa del Jueves Santo. Estaba sentado entre los misioneros, tratando de escuchar la Misa. Había algunos misioneros un poco inquietos. Mientras estábamos cantando el Cordero de Dios, el párroco volteó a verme y me llamó. Inmediatamente pensé que algo malo estaba pasando, que querría que pusiera en orden a los chicos, se me pasaron mil opciones por la cabeza… cuando llegué al altar, no me dijo nada; sólo me dio el copón lleno de hostias y su bendición. No me lo podía creer. Empecé a repartir la comunión por primera vez en mi vida y me impresionó la humildad del Señor de ponerse en mis manos para poder llegar a su pueblo, y su humildad de entrar en nuestras bocas. Jesús en la Eucaristía entra en cualquier boca: bocas resecas, bocas tristes, felices, sin dientes, de niños, de adultos… Ese día comprendí qué era lo que el Señor había puesto en mi corazón desde niño: dar a Cristo a los demás. Comprendí que eso era ser sacerdote: traer a Cristo a mis manos y, como ministro suyo, hacerlo llegar a las almas.
No fueron años fáciles. Me tocó salir a las prácticas apostólicas en verano de 2008, pocos meses antes de que se hiciera pública la doble vida de nuestro fundador. Recuerdo que el día antes de que saliera la noticia mi superior me llamó para decirme cómo estaban las cosas. Después de hablar con él me fui a la capilla de la casa y me pregunté a mí mismo: ¿Tú por quién estás aquí? Me puse a hablar muy sinceramente con Cristo y a hacer memoria de por qué había entrado a la Legión y le dije que estaba aquí por Él, porque Él me había llamado y que le renovaba mi consagración. Tomé la resolución de irme al Colegio inmediatamente para hablar con mis responsables del ECYD antes de que la noticia les llegara por otros medios. Quería que los responsables tuvieran claro por quién estaban en el ECYD. Sostener a otros en esos momentos fue lo que más me sostuvo a mí mismo.
No fueron años fáciles. Me tocó salir a las prácticas apostólicas en verano de 2008, pocos meses antes de que se hiciera pública la doble vida de nuestro fundador. Recuerdo que el día antes de que saliera la noticia mi superior me llamó para decirme cómo estaban las cosas. Después de hablar con él me fui a la capilla de la casa y me pregunté a mí mismo: ¿Tú por quién estás aquí? Me puse a hablar muy sinceramente con Cristo y a hacer memoria de por qué había entrado a la Legión y le dije que estaba aquí por Él, porque Él me había llamado y que le renovaba mi consagración. Tomé la resolución de irme al Colegio inmediatamente para hablar con mis responsables del ECYD antes de que la noticia les llegara por otros medios. Quería que los responsables tuvieran claro por quién estaban en el ECYD. Sostener a otros en esos momentos fue lo que más me sostuvo a mí mismo.
En noviembre de 2009, me tocó la gracia de ir a Madrid para unas reuniones sobre el ECYD. Fueron para mí una gracia muy especial. Estaba empezando a cansarme del trabajo con adolescentes. Tenía una fuerte sensación de dispersión en medio del cúmulo de actividades y fastidiado un poco por los chicos. Esos días en Madrid me di cuenta de que tenía que hacer lo mismo que Cristo estaba haciendo conmigo y hace con todos los hombres. Él no se desespera de nosotros, nos tiene en el centro de su Corazón y sale a buscarnos allí en donde estamos, aprovechando cualquier oportunidad, para despertar nuestra sed de eternidad, nuestro deseo de encontrarnos con Él. Esos días tuve la oportunidad de encontrarme con Cristo Eucaristía de una manera muy especial; y la otra gracia de esos días fue el encuentro con mis hermanos y hermanas en el Movimiento.
Una noche, a mitad de las reuniones, estaba reflexionando en lo que era un verdadero encuentro y metido en esas reflexiones entré a la capilla a rezar. Decidí no encender la luz y ponerme sólo delante de Cristo. Quería encontrarme con Él. Dejé mis reflexiones y empecé a contarle al Señor cómo me encontraba, a sacar mis verdaderas preocupaciones, mis anhelos, mis complejos. Decírselo al Señor me hizo llorar mucho, pero a la vez esas lágrimas son las que sostienen en la prueba, son lágrimas derramadas frente al Señor de todo consuelo. Experimenté lo que es abrirle el corazón al Señor y dejar que ungiera con aceite mis heridas. A partir de ese día decidí no pasar un solo día sin ponerme “en verdad” delante del Señor.
Esos días en Madrid fueron para mí la primera experiencia de encuentro con el Regnum Christi en pleno: consagrados, consagradas, laicos y legionarios. Puedo decir que desde entonces me he vuelto “adicto” de nuestra familia. Quizás hoy en día ya sea algo normal, pero hace siete años no lo era. Le agradezco a Dios inmensamente por ese don, por haber podido palpar la realidad de mis hermanos y hermanas en el Movimiento, que pasábamos por momentos especialmente difíciles. Esa experiencia de vivir el Movimiento y las que han venido después han sido para mí una luz en mi identificación con mi vocación legionaria. He releído mis notas de esos meses y encontré una oración que decía: “Señor, no permitas que vaya a olvidar estas experiencias RC que me han marcado como LC. No puedo concebirme legionario sin el Regnum Christi”.
Los últimos años de formación en Roma han sido un período muy hermoso en el que el Señor ha ido limando aristas, purificando y bendiciendo. Empecé diciendo que entré a la Legión para dar a Cristo a los demás. En realidad, en la Legión y el Movimiento he recibido a Cristo por medio de los demás. Lo que más deseo es continuar esta cadena de gracia por la cual el Señor me ha bendecido en primera persona. Sé que como sacerdote me hace ministro de su gracia. Pido tus oraciones para que mi corazón esté siempre lleno de Cristo y así pueda darlo a los demás.
Dice el Papa Benedicto en la Deus Charitas est que uno puede saciar la sed de Dios que tienen los demás y convertirse en fuente de amor sólo en la medida en que beba de la fuente originaria que es Cristo. Esto es lo que pido para mi sacerdocio, que mi sed de Dios sea cada día mayor, mi búsqueda de su rostro cada día más intensa; para que la sed que los hombres tienen de Dios encuentre eco profundo en mi corazón y no quiera sino darles “Agua viva” (Jn 4,10).
Le pido al Señor que en estos próximos años sigamos confiando en Él y sigamos construyendo el Movimiento: una familia unida por la fe en Cristo, acrisolada en el dolor junto a nuestra Madre dolorosa, con el corazón encendido por el amor a Cristo y el deseo de que Él reine en el corazón de todos los hombres. Cristo Rey Nuestro, ¡venga tu Reino!
Una noche, a mitad de las reuniones, estaba reflexionando en lo que era un verdadero encuentro y metido en esas reflexiones entré a la capilla a rezar. Decidí no encender la luz y ponerme sólo delante de Cristo. Quería encontrarme con Él. Dejé mis reflexiones y empecé a contarle al Señor cómo me encontraba, a sacar mis verdaderas preocupaciones, mis anhelos, mis complejos. Decírselo al Señor me hizo llorar mucho, pero a la vez esas lágrimas son las que sostienen en la prueba, son lágrimas derramadas frente al Señor de todo consuelo. Experimenté lo que es abrirle el corazón al Señor y dejar que ungiera con aceite mis heridas. A partir de ese día decidí no pasar un solo día sin ponerme “en verdad” delante del Señor.
Esos días en Madrid fueron para mí la primera experiencia de encuentro con el Regnum Christi en pleno: consagrados, consagradas, laicos y legionarios. Puedo decir que desde entonces me he vuelto “adicto” de nuestra familia. Quizás hoy en día ya sea algo normal, pero hace siete años no lo era. Le agradezco a Dios inmensamente por ese don, por haber podido palpar la realidad de mis hermanos y hermanas en el Movimiento, que pasábamos por momentos especialmente difíciles. Esa experiencia de vivir el Movimiento y las que han venido después han sido para mí una luz en mi identificación con mi vocación legionaria. He releído mis notas de esos meses y encontré una oración que decía: “Señor, no permitas que vaya a olvidar estas experiencias RC que me han marcado como LC. No puedo concebirme legionario sin el Regnum Christi”.
Los últimos años de formación en Roma han sido un período muy hermoso en el que el Señor ha ido limando aristas, purificando y bendiciendo. Empecé diciendo que entré a la Legión para dar a Cristo a los demás. En realidad, en la Legión y el Movimiento he recibido a Cristo por medio de los demás. Lo que más deseo es continuar esta cadena de gracia por la cual el Señor me ha bendecido en primera persona. Sé que como sacerdote me hace ministro de su gracia. Pido tus oraciones para que mi corazón esté siempre lleno de Cristo y así pueda darlo a los demás.
Dice el Papa Benedicto en la Deus Charitas est que uno puede saciar la sed de Dios que tienen los demás y convertirse en fuente de amor sólo en la medida en que beba de la fuente originaria que es Cristo. Esto es lo que pido para mi sacerdocio, que mi sed de Dios sea cada día mayor, mi búsqueda de su rostro cada día más intensa; para que la sed que los hombres tienen de Dios encuentre eco profundo en mi corazón y no quiera sino darles “Agua viva” (Jn 4,10).
Le pido al Señor que en estos próximos años sigamos confiando en Él y sigamos construyendo el Movimiento: una familia unida por la fe en Cristo, acrisolada en el dolor junto a nuestra Madre dolorosa, con el corazón encendido por el amor a Cristo y el deseo de que Él reine en el corazón de todos los hombres. Cristo Rey Nuestro, ¡venga tu Reino!
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