“Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión de la Cuaresma os propongo
algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para el camino personal y
comunitario de conversión. Comienzo recordando las palabras de san
Pablo:"Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual,
siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza"
. El Apóstol se dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser
generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos
dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy,
a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido evangélico?
La gracia de Cristo
Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de
Dios. Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante
la debilidad y la pobreza:"Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…".
Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo
pobre; descendió en medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se
desnudó, se “vació”, para ser en todo semejante a nosotros ). ¡Qué gran
misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un
amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y
sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor es compartir
en todo la suerte del amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad,
derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en
efecto,"trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre,
obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen
María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros
excepto en el pecado"
La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es
la pobreza en sí misma, sino —dice san Pablo— "...para enriqueceros con su
pobreza". No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para
causar sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica
del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre
nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo
que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de Cristo
no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por
Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace
para estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros,
pecadores, y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha
elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Nos
sorprende que el Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de la riqueza
de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien
la"riqueza insondable de Cristo","heredero de todo" .
¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús
nos libera y nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca
de nosotros, como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos
habían abandonado medio muerto al borde del camino Lo que nos da verdadera
libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno de
compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros. La pobreza de Cristo
que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades
y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza
de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en
Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente
su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus
padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura. La riqueza
de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es
la prerrogativa soberana de este Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar
su “yugo llevadero”, nos invita a enriquecernos con esta “rica pobreza” y
“pobre riqueza” suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a
convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito.
Se ha dicho que la única verdadera tristeza
es no ser santos ; podríamos decir también que hay una única verdadera miseria:
no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.
Nuestro testimonio
Podríamos pensar que este “camino” de la pobreza
fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos
salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en
todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la
pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en
su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a
través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra
pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.
A imitación de nuestro Maestro, los
cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a
hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La
miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin
solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la
miseria material, la miseria moral y la miseria espiritual. La miseria material
es la que habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una
condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos
fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las
condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de
crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su
diakonia, para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran
el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos el rostro de
Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros
esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las
violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en
tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero
se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa
de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la
justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.
No es menos preocupante la miseria moral, que
consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias
viven angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene
dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas
personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para
el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a
vivir esta miseria por condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo,
lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa, por falta de
igualdad respecto de los derechos a la educación y la salud. En estos casos la
miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente. Esta forma de
miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria
espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si
consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano,
porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un
camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera.
El Evangelio es el verdadero antídoto contra
la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el
anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más
grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos
hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar
con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar
la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha
confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos
hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús,
que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja
perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía
nuevos caminos de evangelización y promoción humana.
Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo
de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de
testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el
mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre
misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo
en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos
enriqueció con su pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y
nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y
enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza
duele: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de
la limosna que no cuesta y no duele.
Que
el Espíritu Santo, gracias al cual"[somos] como pobres, pero que
enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo" sostenga
nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la responsabilidad
ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de
misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que
cada comunidad eclesial recorra provechosamente el camino cuaresmal. Os pido
que recéis por mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde”.
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